Volver
Francisco Urondo
[Santa Fe 1930 – Mendoza 1976]
Carlos Gardel
Extranjero del silencio
en el mundo arrasado,
vertiente de la extrema
melancolía
y del coraje y de la velocidad,
del amor y del miedo.
Dueño de la ciudad, de su
memoria blanda
y de la madrugada hambrienta y
sin sentimientos
y de la suprema cordura de los
vagos.
Cómplice de los encuentros,
de la grapa que nos hizo hablar,
loco de la noche, despreocupado amigo del alba,
señor de los tristes...
Del otro lado, 1967.
En su casa del Abasto |
Humberto Costantini
[Buenos Aires 1924 – 1987]
Gardel
Para mí, lo inventamos
seguramente fue una tarde de domingo,
con mate,
con recuerdos,
con tristeza,
con bailables bajito en la radio,
después de los partidos.
Seguramente nos dolía una foto en la pared,
algún no tengo ganas,
algún libro.
Yo creo que andaríamos así,
sonsos de aburrimiento,
solitariando viejos para qués,
sin mujer o sin plata,
y desabridos.
Seguramente nos sentimos de golpe
terriblemente solos,
muy huérfanos, muy niños.
Tal vez tocamos fondo.
Tal vez alguien pensó en el amasijo.
Entonces, que sé yo,
nos pasó algo rarísimo.
Nos vino como un ángel desde adentro,
nos pusimos proféticos,
nos despertamos bíblicos.
Miramos hacia las telarañas del techo,
nos dijimos:
"Hagamos pues un Dios a semejanza
de lo que quisimos ser y no pudimos.
Démosle lo mejor,
lo más sueño y más pájaro
de nosotros mismos.
Inventémosle un nombre, una sonrisa,
una voz que perdure por los siglos,
un plantarse en el mundo, lindo, fácil
como pasándole ases al destino."
Y claro, lo deseamos
y vino.
y nos salió morocho, glorioso, engominado,
eterno como un Dios o como un disco.
Se entreabrieron los cielos de costado
y su voz nos cantaba:
Mi Buenos Aires querido...
Eran como las seis,
esa hora en que empiezan los bailables
y ya acabaron todos los partidos.
Juan Gelman
[Buenos Aires 1930 – México, D.F. 2014]
Anclao en París
Al que extraño es al viejo león del zoo,
siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,
me contaba sus aventuras en Rhodesia del Sur
pero mentía, era evidente que nunca se había movido del Sahara.
De todos modos me encantaba su elegancia,
su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces de la
vida, miraba a
los franceses por la ventana del café y decía «los idiotas hacen
hijos».
Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido le
provocaban malos recuerdos y aún melancolía, «las cosas que
uno hace para vivir» reflexionaba mirándose la melena en el
espejo del café.
Sí, lo extraño mucho,
nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial deferencia.
Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,
él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una pata en mi hombro
«ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno».
Lo extraño mucho verdaderamente, sus ojos se llenaban a veces de
desierto
pero sabía callar como un hermano cuando emocionado, emocionado,
yo le
hablaba de Carlitos Gardel.
Horacio Ferrer
[Montevideo 1933 – Buenos Aires 2014]
Fábula para Gardel
Ayer me preguntaste, hijito mío,
por primera vez,
quién es
ese Gardel, ese fantasma
tan arisco,
empecinado
con seguir guardado
en la cueva con asma
de su disco
polvoriento.
Lo que yo sé,
te lo cuento:
algunas veces,
cuando te has dormido,
las noches en que hay pena
llena,
se aparece
ese escondido
duende, medio juglar
y medio loco,
para matear
con tu padre y conversar
un poco.
Ah, si lo pudieras
ver
con su sencilla elegancia fantasmera,
a saber:
en una chalina ligera
de plumas de torcaza sola
sus hombros arrebuja.
El traje es de
cuerdas de guitarras españolas
que
alguna bruja
ñata
y hippie le ha tejido.
La corbata
es de claveles
encendidos,
para abrigar los cascabeles
de su voz.
Y dos zapatos, muy de peregrino,
que no son zapatos, sino
que son caminos.
¿Qué en dónde nació?
Hijo mío, ¡qué sé yo!
De acuerdo a lo que el mismo me ha contado,
parece que nació trepado
a una veleta niña
que apuntaba al Sur;
y que un poeta
y un gallito de riña
y un augur le enseñaron a vivir
y a sonreír.
Será por eso
que salió un poco travieso
¿viste? como vos
y, como yo,
un cachito triste.
Su sonrisa,
hijo, es una
pícara y honda y rara
raya de tiza
iluminada con luz de la otra cara
de la luna.
Y canta, canta,
canta con su voz de siete gritos,
pero canta, siempre, con ese humilde modo
de quien tiene, por sabio, en la garganta,
dos ojitos
que han visto, ya, del hombre, todo, todo.
Su canto, te diría
que parece
un claro
aljibe
en donde crecen
los tangos pibes
que no se cantaron,
todavía;
y, también, aquellos tangos que ya fueron,
esos que escriben,
en el paragolpes de su camión,
los camioneros
del Cerro y de Constitución.
Después, el alba ya,
a las cinco en punto,
se me va. Se va.
Y, tal vez,
en su forma melancólica de irse,
se adivina, un cacho,
que ese duende,
tan muchacho,
entiende
mucho de un asunto
muy sumamente serio, que es morirse.
Ayer me preguntaste, hijito mío,
por primera vez,
quién es ese Carlitos, ese fantasma
tan arisco,
empecinado
con seguir guardado
en la cueva con asma
de su disco.
Y entonces te conté
cuanto sabía:
mas hoy, mirándote,
pensándote, besándote, sé un poco más.
Y es que el hijo
del hijo de tu hijo, un día,
un día de junio soleado, frío y seco
que vendrá, lo mismo que vos
preguntará por él.
Y una caliente zafra de ecos,
ecos de la voz de nuestra gente,
ecos de tu voz chiquito, y de la mía,
inexorablemente, contestará:
¡¡Gardel, Gardel, Gardel!!
Selección: AS, 2018.