85º aniversario de su
muerte: Carlos Gardel
Escritores en su homenaje –
Nicolás Olivari - César Tiempo - Francisco Reynaldo Urondo – Julio Cortázar -
Humberto Constantini - Juan Gelman – Horacio Ferrer – Ana Sebastián.
Nicolás Olivari
[Buenos Aires, 1900 – + 1966]
«A pesar de mi intensa vida de periodista, nunca tuve la suerte
de conocer personalmente a Carlos Gardel.
La letra de La violeta la escribí en
un mesón antiguo de este Buenos Aires, comiendo con Cátulo Castillo,
por una apuesta y nació al hilo, entre los spaghettis y el vino. Primeramente
lo grabó Maida y luego Gardel; para mí es un motivo de orgullo personal esta
distinción sin igual. Fue Cátulo quien se encargó de hacerlo grabar».
En 1948 escribió junto a Roberto Valenti el radioteatro que en 1950
se convertiría en el guión del film El
morocho del abasto: La vida de Carlos Gardel bajo la dirección de Jorge
Rossi.
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En su casa del Abasto |
César Tiempo - Israel Zeitlin
Kkaterinoslav, Ucrania – Buenos Aires, 1980]
Escribió,
además de varios artículos, dos textos, novelas–tango,
como las llamó: Así quería Gardel [1955]
y El último romance de Gardel [1975]
Francisco Urondo
[Santa Fe 1930 – Mendoza 1976]
Carlos Gardel
Extranjero del silencio
en el mundo arrasado,
vertiente de la extrema melancolía
y del coraje y de la velocidad,
del amor y del miedo.
Dueño de la ciudad, de su memoria
blanda
y de la madrugada hambrienta y sin
sentimientos
y de la suprema cordura de los
vagos.
Cómplice de los encuentros,
de la grapa que nos hizo hablar,
loco de la noche, despreocupado amigo del alba,
señor de los tristes...
Julio Cortázar
[Bruselas, 1914 – París, Francia, 1984]
Artículo de 1953.
«En Gardel los
pick-ups eléctricos coincide con su gloria, con el cine, con una fama que le
exigió renunciamientos y traiciones. Es más atrás, en los patios a la hora del
mate, en las noches, de verano, en las radios a galena o con las primeras
lamparitas, que él está en su verdad, cantando los tangos que lo resumen y lo fijan
en la memoria. Los jóvenes prefieren al Gardel
de El día que me quieras, la hermosa
voz sostenida por una orquesta que lo incita a engolarse y a volverse lírico.»
Humberto Costantini
[Buenos Aires 1924 –
1987]
Gardel
Para mí, lo inventamos
seguramente fue una tarde de
domingo,
con mate,
con recuerdos,
con tristeza,
con bailables bajito en la radio,
después de los partidos.
Seguramente nos dolía una foto en
la pared,
algún no tengo ganas,
algún libro.
Yo creo que andaríamos así,
sonsos de aburrimiento,
solitariando viejos para qués,
sin mujer o sin plata,
y desabridos.
Seguramente nos sentimos de golpe
terriblemente solos,
muy huérfanos, muy niños.
Tal vez tocamos fondo.
Tal vez alguien pensó en el
amasijo.
Entonces, que sé yo,
nos pasó algo rarísimo.
Nos vino como un ángel desde
adentro,
nos pusimos proféticos,
nos despertamos bíblicos.
Miramos hacia las telarañas del
techo,
nos dijimos:
"Hagamos pues un Dios a
semejanza
de lo que quisimos ser y no
pudimos.
Démosle lo mejor,
lo más sueño y más pájaro
de nosotros mismos.
Inventémosle un nombre, una
sonrisa,
una voz que perdure por los
siglos,
un plantarse en el mundo, lindo,
fácil
como pasándole ases al
destino."
Y claro, lo deseamos
y vino.
y nos salió morocho, glorioso,
engominado,
eterno como un Dios o como un
disco.
Se entreabrieron los cielos de
costado
y su voz nos cantaba:
Mi Buenos Aires querido...
Eran como las seis,
esa hora en que empiezan los
bailables
y ya acabaron todos los partidos.
Juan Gelman
[Buenos Aires 1930 – México, D. F. 2014]
Anclao en París
Al que extraño es al viejo león
del zoo,
siempre tomábamos café en el Bois
de Boulogne,
me contaba sus aventuras en
Rhodesia del Sur
pero mentía, era evidente que
nunca se había movido del Sahara.
De todos modos me encantaba su
elegancia,
su manera de encogerse de hombros
ante las pequeñeces de la vida, miraba a
los franceses por la ventana del
café y decía «los idiotas hacen hijos».
Los dos o tres cazadores ingleses
que se había comido le
provocaban malos recuerdos y aún
melancolía, «las cosas que
uno hace para vivir» reflexionaba
mirándose la melena en el
espejo del café.
Sí, lo extraño mucho,
nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial
deferencia.
Nos despedíamos a la orilla del
crepúsculo,
él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una
pata en mi hombro
«ten cuidado, hijo mío, con el
París nocturno».
Lo extraño mucho verdaderamente,
sus ojos se llenaban a veces de desierto
pero sabía callar como un hermano
cuando emocionado, emocionado, yo le
hablaba de Carlitos Gardel.
Horacio
Ferrer
[Montevideo
1933 – Buenos Aires 2014]
Fábula
para Gardel
Ayer me preguntaste, hijito mío,
por primera vez,
ese Gardel, ese fantasma
tan arisco,
empecinado
con seguir guardado
en la cueva con asma
de su disco
polvoriento.
Lo que yo sé,te lo cuento:
algunas veces,cuando te has
dormido,
las noches en que hay pena
llena,se aparece
ese escondido
duende, medio juglar
y medio loco,para matear
con tu padre y conversar
un poco.
Ah! Si lo pudieras ver
con su sencilla elegancia
fantasmera,
a saber:
en una chalina ligera
de plumas de torcaza sola
sus hombros arrebuja.
El traje es de
cuerdas de guitarras españolas
que
alguna bruja
ñata
y hippie le ha tejido.
La corbata
es de claveles
encendidos,
para abrigar los cascabeles
de su voz.
Y dos zapatos, muy de peregrino,
que no son zapatos, sino
que son caminos.
¿Qué en dónde nació?
Hijo mío, ¡qué sé yo!
De acuerdo a lo que el mismo me ha
contado,
parece que nació trepado
a una veleta niña
que apuntaba al Sur;
y que un poeta
y un gallito de riña
y un augur le enseñaron a vivir
y a sonreír.
Será por eso
que salió un poco travieso
¿viste? como vos
y, como yo,
un cachito triste.
Su sonrisa,
hijo, es una
pícara y honda y rara
raya de tiza
iluminada con luz de la otra cara
de la luna.
Y canta, canta,
canta con su voz de siete gritos,
pero canta, siempre, con ese
humilde modo
de quien tiene, por sabio, en la
garganta,
dos ojitos
que han visto, ya, del hombre,
todo, todo.
Su canto, te diría
que parece
un claro
aljibe
en donde crecen
los tangos pibes
que no se cantaron,
todavía;
y, también, aquellos tangos que ya
fueron,
esos que escriben,
en el paragolpes de su camión,
los camioneros
del Cerro y de Constitución.
Después, el alba ya,
a las cinco en punto,
se me va. Se va.
Y, tal vez,
en su forma melancólica de irse,
se adivina, un cacho,
que ese duende,
tan muchacho,
entiende
mucho de un asunto
muy sumamente serio, que es
morirse.
Ayer me preguntaste, hijito mío,
por primera vez,
quién es ese Carlitos, ese
fantasma
tan arisco,
empecinado
con seguir guardado
en la cueva con asma
de su disco.
Y entonces te conté
cuanto sabía:
mas hoy, mirándote,
pensándote, besándote, sé un poco
más.
Y es que el hijo
del hijo de tu hijo, un día,
un día de junio soleado, frío y
seco
que vendrá, lo mismo que vos
preguntará por él.
Y una caliente zafra de ecos,
ecos de la voz de nuestra gente,
ecos de tu voz chiquito, y de la
mía,
inexorablemente, contestará:
¡¡Gardel,
Gardel, Gardel!!
Y aquí agrego el mío escrito en
marzo 4 de 2003 ante todas las sombras que se le ponen a la biografía de Carlos
Gardel, cuando lo que nos ilumina es simplemente su voz…
De índoles e inutilidades
Vinieron los profesores
de paleontología tanguera
y le buscaron
el huesito al esqueleto
inexistente.
Con cucharita rastrearon polvo de
cenizas
atrás del ADN
todavía no descubierto.
Con lógica de heurística
rastrearon
documentos,
fuentes, partidas de nacimiento,
piedras fundamentales de Toulouse
o de cualquier otro meridiano,
las huellas en los puchos
olvidados en el cenicero,
Discutieron si era fumador o no
fumador.
Llevaron testamentos hológrafos
a peritos calígrafos
tribunalicios.
Husmearon ropas, discos de pasta
y,
-¿por qué no?- restos delicados
de la dama blanca perdedora de
noctámbulos.
Constataron que comía salamín
con champagne en Montparnase o de
cualquier otro lugar.
Escrutaron corbatas a pintitas,
frascos de gomina, zapatos de
charol
Y, en hermenéuticas de cuarta,
examinaron inclinaciones eróticas,
ojales atrevidos.
Ellos, los machos,
quisieron copiarte el porte, el
garbo,
el peinado, la sonrisa...
Las minas fantaseamos
como se fantasea con un Sandokán
o un Julien Sorel bajo la cruz del
sur
o, simplemente, un Alain Delon del
subdesarrollo.
Pero se esfuma todo lo que no se
toca
y lo único que queda
es “el señor de los tristes” –
como decía Paco Urondo-
el señor de nuestra índole –diría
yo-
que no nos desvela los sueños,
nos acompaña, la voz de Carlos Gardel.