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miércoles, 28 de mayo de 2014

EL NEGRITO DE LA CALLE MILLER*


En la Bodega del Tortoni - 5 junio 1995

 

         Yo estaba casi  -se puede decir- recién regresada.  Entre los baches que deja el exilio está el desconocimiento de quienes alcanzaron cierta popularidad cuando uno no estaba y especialmente cuando no había internet y apenas las grandes noticias aparecían en CNN.

         Yo oía hablar [en la Academia Nacional del Tango] de un cantor llamado Luis Cardei y oía algunas discusiones entre quienes se atribuían el mérito de haberlo descubierto.

          Un día, en la bodega del Tortoni, estaba anunciado como cierre artístico Luis Cardei con una antesala a cargo de Lito Nebbia hablando del tango en su música y una charla sobre el tango Pablo por Eduardo Romano.

          Yo fui y me senté en primera fila. Finalmente fue anunciada pomposamente “la orquesta de Luis Cardei". Mi sorpresa fue doble. Primero porque la orquesta era sólo un bandoneón: el de Antonio y después porque, cuando apareció el esperado y de antemano aplaudido cantor, Luis Cardei…  no era otro que el Negrito de la calle Miller.

          Nunca lo había conocido de otra manera.

          Miller no era sólo la calle en la que yo nací –en la casa de enfrente-, era la calle en la que pasé mi infancia y mi adolescencia.

          Y Luis Cardei empezó a cantar... y al compás de ese bandoneón, de la cadencia entre desgarrada e íntima de su voz volví a la calle Miller, al barrio que en esa época encerraba al mundo.
         Porque si a fines del siglo XIX y a principios del XX el conventillo sintetizó el mundo en su patio, la calle Miller a fines de los cincuenta, principios de los sesenta fue -para nosotros-  el patio que sintetizó el cosmos.

         Miller era el hervidero de pasiones, de frustraciones, de nostalgias de inmigrantes, de anhelos y sueños de sus hijos y de sus nietos que se contaban o se ocultaban en las noches de verano bajo el fresco del árbol de la vereda de mi abuela Manuela.

         Ese mundo de la calle Miller entre Sucre y Echeverría hormigueaba y sólo entraba en ralenti en las siestas, con mi abuelo José  -el patrón de la calle-  a caballo de su silla baja de paja, dormitando sobre el respaldo su morriña bajo la boina hasta que el mal centro de un pelotazo de los muchachos lo volvía a su realidad que poco tenía ya que ver con la rías gallegas. Y mi abuelo entonces secuestraba la pelota.
         Y el Negrito  -el Negrito que veía pasar ese mundo desde la puerta de enfrente-  le suplicaba: "¡Oiga, don José, devuelva la pelota, dele!" Y él  -si no estaba de mal talante-, la devolvía y la pelota era un sol más fuerte que el sol de la siesta. Y si no, la encanutaba y entonces los varones dejaban el fútbol y se agrupaban alrededor del Negrito. Las chicas, no. Las chicas en esa época debíamos hacer rancho aparte.

         Y Luis Cardei sigue cantando y ahí está mi tía Rosa  -de la que ningún ladrón se enamoró-  y que vino de Galicia para llegar al matrimonio creyendo que los hijos los mandaba la providencia y no el placer y el dolor. Pero que en mi adolescencia me aconsejaba que   -por nada del mundo-  tenía  que perderme ese placer y ese dolor. Y don Lucas, sobreviviente de las trincheras de la primera guerra, el ogro del barrio, con sus brazos de Popeye baleados por las esquirlas que me contaba de la guerra y vociferaba su admiración por el Duce y por Stalin juntos.
         Y en la esquina, don Nicola, el turco, con sus hijos varones y con la única hija mujer jugando al fútbol con ellos y con quien no me dejaban juntar porque "yo no tenía que ser machona".

        Y los de Savo que si no se pelean entre ellos, se pelean con los demás…

        Y María Elena, contándole sus historias de amores desavenidos a mi abuela mientras su hermano José me empieza a informar sobre los prohibidos goces de las carreras de caballo y su madre deja los pulmones en la batea y Tití con su hermano y su madre silenciosa y don Jorge, el sastre, con sus cuatro hijas mujeres que nadie sabe más de ellas... Se perdieron con los baldazos del Carnaval...

         "Hoy vuelvo al barrio que dejé..." canta Cardei. En la otra esquina los de la gitanada hacen una fogata para San Pedro o San Pablo y dentro de poco, cuando los días se hagan más largos, comenzarán los brincos, las lucecitas de colores, las tonadillas malintencionadas, los tamboriles. La murga nos enmurga el sentimiento y en la calle Miller hoy canta el Negrito entona como entonces...
         Atrás su madre, Doña Catalina, desde el pasillo de la vida lo mira con el delantal en la mano y Luis Cardei termina de cantar. Aplausos. Muchos aplausos. “¡Otra! ¡Otra!!!”

        En Bodega del Tortoni el cielo era totalmente celeste, celeste infancia en la calle Miller.

         *Publicado en El chamuyo, Academia Nacional del Tango, junio 1995.


Su versión de ese encuentro en Cardei íntimo

 
         Nota: De hecho yo me había enterado el día antes cuando, visitando a mi primo Alberto que todavía vivía enfrente de lo del Negrito, es decir, al lado de la casa en que nací, me preguntó qué pensaba yo, que era de la Academia Nacional del Tango, de Luis Cardei, Yo le contesté: “No sé… no lo conozco. Mañana lo traen al Plenario abierto de la Academia y se pelean entre todos por quien lo descubrió. Y mi primo me dice: “Boluda, cómo no lo conocés? ¿Vos? Y se empezó a reír: es el Negrito!” De ahí que yo llegara a la Bodega del Tortoni al día siguiente y le rogara a uno de los supuestos descubridores, Roque Barullo  -como llamábamos a Vicente Damiani-  que era el presentador de la velada, que por favor me lo presentara, que lo quería conocer.

 

         Y Damiani con su talante y su orgullo tanguero: “Sí, no te preocupes, es como mi hermano!!” Después de la actuación te lo presento,,, “

         Y yo: “¿Pero seguro?”

-      Sí, si como un hermano mío!!! 

Yo me senté en primera fila con Don Horacio Puccia (padre) y lo escuchamos y la gente le pidió otra, cosa que no se acostumbraba, pero él cantó Barrio viejo como segundo bis.

         Terminado el acto fui para atrás y mientras Damiani me decía: “Ahora te lo presento,  ahora te lo presento ya que lo querés conocer…” salió el Negrito y dijo: “Nadie me conoce más que ella… ¿No, Ana María?  -que era como me llamaban en mi familia de chica-  ¿Te diste cuenta de que te dediqué el último tango, no?

         Por primera vez desde que lo conocía Damiani quedó mudo…
 
Irene Amuchástegui - Vicente Damiani - el Negrito -
Moi- Antonio Pisano en la Bodega del Tortoni.
     

Después nos invitaba a cada presentación sea en Casablanca, en el Paseo La plaza adonde fuimos con mi hijo y su novia de entonces, Macacha Pereyra, en Opera Prima cuando presentó justamente su Cardei íntimo… Y siempre hacía su speech sobre el barrio, sobre la calle Miller, sobre mi abuelo José y terminaba dedicándole Temblando a “la Ana María”. Y esa vez dijo: “Y ahora está acá, con el amor de su vida y los dos vinieron a verme y a escucharme…”

Foto en Cardei íntimo




Negrito, que decías esas cosas con sencillez, con dulzura, sin cancherear, que nos traías el olor de la infancia en invierno, de los baldazos de agua en los carnavales que vos narrabas a tus oyentes… que te fuiste demasiado pronto…

Tu voz seguirá siendo siempre nuestra infancia… aunque yo evite la calle Miller  -casi vacía-  sin Doña Carmen, sin Don Lucas y Doña Teresa, sin los Savo, sin la gitanada de la esquina que vivía haciendo kilombo, sin Don Jorge y la familia, sin Tití, sin Asunta y Don Lelio y sin Norma de Lelio  -que la llamaban así para diferenciarla de la otra Norma-  sin Esther, la prima de mi mamá, ni Leandro, sin los de la casa del limonero, sin la Tía Rosa y el Tío Alfredo, sin mis abuelos bajo cuyo árbol se juntaba el barrio en las noches de verano, sin tu madre, doña Catalina, y sin la mía… sin tu madre… 

Y yo sigua evitando la calle aunque los fantasmas los llevamos dentro, fantasmas de barrio, de gente que era como era, auténtica, sin pretensiones de ser no lo nunca sería…

 Y tu voz seguirá sonando… celeste celeste como ese cielo de infancia…

 

® © Ana Sebastián, Memorias impertinentes.

 
 
 
 
 
 
 
 
 

 
 

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